domingo, 13 de marzo de 2011

Modelos sociales hacia el colapso (II)

Modelos sociales hacia el colapso (II): "
Javier Benegas

2.- Mileurismo

En la sociedad española actual, tal cual está el panorama, todo es susceptible de empeorar. Gracias a un empobrecimiento imparable que extingue a buen ritmo a las clases medias - reducto último de la sociedad civil con alguna capacidad de respuesta -, los segmentos sociales que van proliferando están cada vez más a merced del poder de la comunicación en cualquier forma. A fin de cuentas son fruto en buena medida de esta grandiosa obra de ingeniería social, y su naturaleza les hace ser por definición poco resistentes a sucesivas manipulaciones y mutaciones.

Las nuevas generaciones, dejadas al albur de un sistema educativo ineficiente, donde el principio de autoridad está abolido y el valor del esfuerzo carece de vigencia, van poco a poco deslizándose por una suave pendiente de autocomplacencia y relativismo. Las familias de las que provienen, imposibilitadas ya de proveerles como antaño de nuevas oportunidades y de contrarrestar los infinitos y destructivos estímulos que reciben de casi todas partes, lentamente van renunciando a la educación en casa y a la necesaria inculcación de principios y valores, dando la batalla por perdida. En la actualidad, a la hora de hablar de la labor propia de maestros y docentes y del fracaso del sistema educativo en sí, es algo recurrente devolver la pelota a los padres y hacerles responsables en gran medida de este desastre. Y puede que sea cierto. Pero si se analiza con detenimiento la situación real en la que se han de desenvolver las familias, esta conclusión resulta demasiado interesada.

Hoy día, en las familias con hijos, lo habitual es que ambos cónyuges trabajen. Esto se debe a dos motivos: al mismo tiempo que se ha impuesto la norma de que las personas sólo pueden realizarse a través del ejercicio de una profesión, lo que ha llevado a la mujer en masa al mercado laboral y a dejar el hogar en segundo plano, el constante aumento del coste de la vida hace cada vez más inviable que una familia salga adelante sin que ambos, hombre y mujer, trabajen y aporten conjuntamente los ingresos con los que cubrir las necesidades de la unidad familiar. Esta circunstancia, unida en el caso español a unos horarios laborales incompatibles con la conciliación familiar, trae consigo un menor contacto de los padres con los hijos. En las grandes ciudades, esta falta de dedicación a la educación de los hijos se agudiza al tener que destinar un tiempo añadido a los desplazamientos desde casa al trabajo y viceversa, el cual se calcula que oscila de 90 a 120 minutos diarios. El resultado es que entre semana muy pocas familias pueden compartir el momento de la comida y una mínima sobremesa: padres e hijos comen fuera. Además, una vez finalizada la jornada laboral, y tras haber dedicado tiempo y paciencia al trayecto de vuelta a casa, se encuentran cansados cuando no agotados. Y es en ese momento del día, en el que la familia por fin está reunida, cuando la televisión hace acto de presencia, asume el control y empieza la incesante lluvia de mensajes, valores sintéticos y modelos sociales artificiales. La programación, de muy baja calidad, con shows y teleseries cuyos contenidos van desde las pasiones más bajas hasta el humor más chabacano; los informativos, saturados de sucesos y violencia sin aviso previo; y la publicidad, que en horario infantil desliza con demasiada frecuencia spot sólo aptos para adultos cuando no son otros donde lo friki es el leitmotif, cumplen una indeseable labor educativa en niños y adolescentes en sustitución de la función propia de los padres. Estos contenidos, que los más jóvenes obtienen a cambio de la necesaria relación con los padres, no terminan con la jornada. Al día siguiente continuarán vigentes en las conversaciones que van a mantener en el colegio con compañeros y amigos, muchos de los cuales se encuentra en una situación familiar igual o similar a la suya.

Toda esta problemática, además de obrar daños irreparables en el proceso de maduración de los jóvenes, se ha instrumentalizado por parte del poder político, que, lejos de ayudar a las familias, ha dado una vuelta de tuerca más en su omnipresencia en la vida privada de los ciudadanos. La “solución” propuesta desde el Gobierno es la de crear una nueva asignatura, mediante la que sumar a los más jóvenes a los modelos sociales politizados. La Educación para la Ciudadanía, además de tener un nombre que parece extraído de una novela de George Orwell, es a todas luces una asignatura más propia de un estado totalitario que de una democracia occidental consolidada.

Los ciudadanos que no adquirieron los conocimientos necesarios cuando debían, terminan siempre por ser un problema. Pero representan un problema aún mayor aquellos que, además de no haber adquirido los conocimientos necesarios, tampoco han desarrollado en su juventud el hábito del esfuerzo. Estos últimos serán casi irrecuperables y estarán destinados a permanecer por siempre en el entorno del mileurismo. Así que cuanto mayor sea el fracaso escolar y menor la influencia familiar, mayor será el número de candidatos a engrosar y permanecer por tiempo indefinido en el segmento de los mileuristas y, en consecuencia, más grande se hará el problema. Para complicar aún más las posibilidades de regeneración social, un gran número de estos ciudadanos, influenciados por una cultura casi exclusivamente televisiva y/o mediática, bajo la cual apenas sobreviven unos conceptos básicos y unos valores intemporales, son fácilmente manipulables a través de la propaganda. Al no tener como referencia modelos claros y consistentes, están en disposición de asimilar o imitar aquellos que son la tendencia en cada momento, sobre todo si se acompañan de la promesa de un menor esfuerzo y un mayor subsidio. Por otro lado, al ser personas condenadas a una baja relevancia social y sin expectativas, prefieren relativizar lo que sucede, pudiendo llegar en ocasiones a confundir la realidad con la ficción, y entendiendo su propia vida como si se tratara de una teleserie de bajo presupuesto e imaginándose a sí mismos como sus personajes.

Es muy posible que se deba a ello que, de un tiempo a esta parte, se reaccione con tanta emotividad lacrimógena y vehemencia frente a determinados sucesos que son difundidos machaconamente por un gran número de medios de comunicación. Sea o no causa y efecto, resulta evidente que existe una mayor compulsión hacia un protagonismo infantil y una actitud exhibicionista que se agudiza cuando un suceso es elevado a la categoría de fenómeno social. De lo que no hay duda es que esta propensión al exhibicionismo emocional es utilizada por el poder político como mecanismo de control y movilización. Por su parte, los canales de información proporcionan cobertura, difundiendo con gran profusión de medios la falsa imagen de una sociedad reactiva y beligerante, cuando en realidad se trata de ejercicios de histeria colectiva, más próximos a una terapia de grupo que a movilizaciones espontáneas de la sociedad civil con algún objetivo duradero. Al final, estos artificios quedan reducidos a manifestaciones puntuales de una gran multitud de individuos que, por un tiempo breve y con valor perentorio, liberan un sentimiento superficial tendente a lo lacrimógeno y que, sobre todo, están muy atentos a salir en la foto. Cuando estas impostadas convulsiones multitudinarias cesan - y tan pronto como los medios de comunicación pasan página, las lágrimas se secan -, desaparecen los ecos de la impostura sin dejar rastro y todos vuelven a sus quehaceres, de nuevo dependientes de la programación televisiva y abonados a los shows y teleseries populistas con los que se reconfortan al ver representados modelos sociales que les resultan oportunamente familiares.

Ni todo mileurista que encaja dentro de un perfil actúa de igual manera (hay personas que, pese a toda limitación, desarrollan una capacidad de lucha que es innata al ser humano), ni todo mileurista responde a un mismo perfil. También existen ciudadanos procedentes de familias que en su momento se preocuparon por proporcionarles la mejor formación que pudieron pagar, cuyos estudios y preparación son superiores a su nivel de ingresos y que desarrollan un trabajo en trance de permanente provisionalidad. Suelen ser personas jóvenes - y no tan jóvenes - que se dedican a actividades más cualificadas pero mal remuneradas, y se encuentran atrapados dentro de un mercado laboral precario que sólo ofrece trabajos temporales con los que resulta imposible desarrollar una carrera profesional con proyección. Las razones de esta paradoja son variadas. Pero la primera y fundamental es la propia naturaleza del tejido productivo, que depende abrumadoramente de la demanda de empleo generada por las pequeñas y medianas empresas (se estima que más del 70% del empleo total depende de las PYME). Y éstas son cada vez más dependientes de los grandes grupos de presión que dominan el mercado y las oportunidades de negocio en su origen, a través de posiciones dominantes y de las oportunas conexiones políticas.

En cierta forma podemos decir que hoy día existe un impuesto de actividad económica encubierto que proviene de la falta de separación entre lo público y lo privado, lo que genera una corrupción cuyos costes son cada vez más elevados. Y estos costes se repercuten en el tejido productivo, es decir: en las pequeñas y medianas empresas y en los trabajadores, dando lugar a una masa laboral con ingresos bajos y a una falta de especialización y competitividad endémicos. En un contexto así, una de las soluciones de compromiso que se propone es compensar a las pequeñas y medianas empresas con una reducción de impuestos para elevar sus beneficios e incentivar de forma realista una inversión necesaria en I+D+I, acorde con los tiempos que vivimos. Esta solución, aunque no es la panacea, permitiría a muchas pequeñas y medianas empresas tener una mayor proyección en el mercado interior e incluso exterior y, gracias a ello, generar puestos de trabajo más cualificados y mejor remunerados. Pero, a largo plazo, sería sólo una solución de compromiso. Las verdaderas medidas a tomar son otras mucho más comprometidas y difíciles: aquellas encaminadas a revertir la actual situación de deterioro político y corrupción galopante.

Independientemente del perfil que corresponda en cada caso, y del tipo de respuesta que desarrolle cada individuo por separado, el mileurista es el resultado de un sistema básicamente manipulador y depredador que, por un lado, extingue los modelos sociales consistentes y, por otro, imposibilita el desarrollo de un tejido productivo competitivo al repercutir sobre la sociedad unos costes insostenibles que la van empobreciendo. Millones de ciudadanos, incapacitados para mejorar su situación y sin expectativas, no encuentran motivación. Con el paso del tiempo y sin posibilidad de mejora en sus condiciones de vida, se vuelven vulnerables a cualquier estímulo que les haga olvidar su frustración, aunque sea de forma pasajera. Muchos de ellos echan la culpa al sistema – no sin parte de razón – y se rinden a los modelos sociales progresistas y a sus mensajes populistas, contribuyendo sin saberlo al agravamiento del problema al mantener en el poder a una casta política que es la máxima expresión de la perversión del sistema, que derrocha y expolia a la sociedad a partes iguales y acelera de manera vertiginosa el empobrecimiento social. Otros, no se abonan a tendencia alguna, simplemente se dejan estar y quedan a merced de un universo mediático con el que evadirse de la realidad. Su compromiso social se reduce a votar cada cuatro años, dejando el sentido de su voto a expensas de quién domine el mayor número de canales de comunicación.

A todo lo dicho anteriormente hay que añadir que, desde hace unos años, el fenómeno de la inmigración ha venido a acelerar el imparable proceso de conversión social al mileurismo. Por una parte, porque la inmensa mayoría de inmigrantes directamente pasan a engrosar la masa social de mileuristas. Y, por otra, porque ante la necesidad acuciante, muchos llegan a realizar su trabajo cobrando menos de mil euros mensuales. Estas dos circunstancias son fuente de conflicto entre individuos que, a fin de cuentas, se encuentran en una situación de pobreza, falta de expectativas y precariedad laboral muy semejante. En tiempos de crisis económica y de imparable aumento del desempleo, la conflictividad social en este amplísimo y diverso universo mileurista previsiblemente irá en aumento. Entre tanto, el poder político, con el fin de preservar sus privilegios, trata de confundir a todos ellos aumentando el tono populista de sus mensajes, prometiendo nuevos subsidios y elevando el nivel de dependencia, a la vez que pone un gran empeño para adaptar sus modelos sociales artificiales a las nuevas circunstancias. Se adula a los mileuristas mientras se señala con el dedo a enemigos imaginarios como responsables de sus penurias y, con el fin ganarse el favor de los ciudadanos inmigrantes, se difunden mensajes de integración que carecen de verdadero contenido. Todo ello enmarcado dentro de un eje de comunicación buenista, mediante el que la perversión de los valores y conceptos alcanza cotas desconocidas. El término “xenófobo” se instrumentaliza y pierde su verdadero significado, y se generan polémicas artificiales que impiden cualquier planteamiento racional capaz de abordar el problema más allá del inmediato interés electoralista. A mi juicio, para este sistema partidocrático, los mileuristas son estrictamente una bolsa de votos que consideran por naturaleza muy cercana a sus modelos sociales artificiales y, por tanto, deben ser fácilmente manipulados. Con todo ello, los problemas, lejos de ser resueltos, son reducidos una vez más a una estrategia propagandística, mediante la que integrar a los mileuristas dentro de su proyecto de ingeniería social como una pieza más.


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